dilluns, 1 / agost / 2005

Un embrollo de comedia

No us perdeu l'article que publica avui Antoni Puigverd a La Vanguardia

Un embrollo de comedia

ANTONI PUIGVERD – LA VANGUARDIA – 01/08/2005

Muchos de los proyectos e ideas que en invierno parecían armados con fuerte lógica interna se deshacen en verano como si tuvieran esqueleto de mantequilla. El Estatut, por ejemplo. No es más que un helado al sol. Después de estos últimos meses de calor constante, el Parlamento catalán ha quedado derretido como un reloj de Dalí. Parece haber perdido las horas, el rumbo, los puntos cardinales. La negociación ya sólo admite un adjetivo: delirante. Sólo los protagonistas de las picarescas andanzas de este último mes, sólo ellos y sus glosadores, siguen hablando de esta negociación como de algo serio. El día en que los periódicos del mundo reflejaron en sus portadas que el IRA abandonaba las armas (forzado en parte por la competencia irresistible del nuevo terrorismo internacional de raíz islamista, que proyecta una sombra tremendamente siniestra sobre toda Europa), ese mismo día, el Parlament entronizó su propio embrollo. Un embrollo de comedia.

Esa extraña manera de desandar de repente todo el camino andado no produce estupor. No es una sorpresa. Casi todo el mundo sabía que la negociación del Estatut era una especie de juego simbólico en el marco del nacionalismo. Se dan vueltas y más vueltas a un círculo formado por diversas sillas, una menos que el número total de jugadores: súbitamente, todos deben sentarse. Termina el juego con un jugador fuera del círculo. Los partidos catalanes se servían de este juego en teoría para forzar el desempate ideológico y político que se produce en Catalunya desde hace seis o siete años. El maratón del Estatut tenía que acabar con el desgaste decisivo de uno de los grandes partidos y el reparto de sus despojos entre el vencedor y los pequeños partidos. Por eso el itinerario ha sido tan lento y táctico. De no mediar un golpe seco y claro de timón del presidente de la Generalitat, va a seguir siendo lento y táctico hasta el agotamiento definitivo de alguno de los principales actores. O hasta la chapuza total.

De momento, la sociedad catalana debe lidiar con un nuevo dogma nacionalista que apenas tiene medio mes de vida: los derechos históricos. Al parecer, es obligatorio arrodillarse ante este nuevo fetiche. Analizado en abstracto, en plan especulativo y retórico, no anda escaso de gracia argumental o de exquisidez jurídica. Pero no estamos hablando de Euskadi, donde Ernest Lluch y Rodríguez de Miñón buscaron bajo las piedras teñidas de sangre una salida a un viejo embrollo fratricida. Estamos hablando de Catalunya: un país tranquilo, con un sentimiento de pertenencia muy matizado, con un gran espacio central en el que, a pesar de los pesares, lo español y lo catalán se armonizan sin grandes dificultades, un país preocupado por ciertos datos de flaqueza o fragilidad económica y que cuenta, de momento, en Madrid con un Gobierno que se ha compro-metido por activa y pasiva (el viernes pasado aprobó la Carta de Barcelona) a encontrar una salida razonable a las cuestiones más perentorias: financiación, infraestructuras, defensa de la pluralidad cultural y lingüística.

Si el gran reto de Euskadi es encontrar una salida al laberinto, el gran reto de Catalunya es no entrar en el laberinto. Sobre todo en este momento en el que el corazón del mundo encoge bajo el desorden mundial y en el que Europa, desconcertada, parece haber perdido el mapa del futuro. No, Catalunya no quiere ahora conflictos, sino soluciones. No quiere artificiosos choques con una España que, dejando a un lado la pervivencia de feroces núcleos ultramontanos, muestra el rostro más amable y cordial de los últimos 75 años. La encuesta de Noxa para La Vanguardia confirmaba el otro día que los catalanes, en su mayoría, no piensan en derechos históricos ni en competencias exclusivas. A pesar de aspirar a una mejor financiación, no pretenden un trato fiscal distinto del resto de los españoles.

Durante los 25 años de restauración democrática, una forma de la pedagogía catalana consistió en recordar que las autonomías históricas no lo eran en tanto que poseedoras de un pasado incomparable. ¿Acaso no existieron, pongamos por caso, los reinos de León o Valencia? Eran históricas porque durante la República obtuvieron el Estatuto de Autonomía. Apelar ahora a los derechos medievales sitúa el nacionalismo en el espacio de la fantasía mítica. Da igual si en otras partes funciona como recurso: en la Catalunya contemporánea, de larga tradición cívica y democrática, aparece solamente como una creencia. Respetable, pero particular. ¿Por qué a todo el mundo le parece una fenomenal extravagancia que Al Qaeda reclame el califato andalusí y en cambio parece tan normal reclamar leyes e instituciones de los tiempos de Pere el Cerimoniós? De momento, el nuevo dogma historicista ha servido para reagrupar a los dos partidos que se reclaman nacionalistas, para ensayar, amagar o fantasear con una nueva mayoría en el Parlament. Podrá servir para eso, pero no para construir un nuevo Estatut. ERC, por su parte, ha demostrado fehacientemente que no se atreve a asumir el papel de fuerza de gobierno, que no se atreve a crecer. Carod prefiere mostrar la llave de la gobernación que, provisionalmente, atesora. ERC y CiU parecen contentos. En realidad, están disputándose una esquina del terreno de juego. Finalmente, parece que el PSC está dispuesto a pelear, no por el córner que se disputan aquéllos, sino por un espacio más amplio, central, en el que lo catalán no choca con lo español, y viceversa. La lucha por la hegemonía ideológica catalana parece haber llegado a un momento decisivo. Paradójicamente, el embrollo del Estatut tiene la virtud de aclarar el panorama.