Dos articles imprescindibles
RAMÓN JÁUREGUI
EL PAÍS - Opinión - 30-12-2005
A menudo me asalta la duda hamletiana del ser o no ser de la izquierda. Me hice sindicalista al calor de una fábrica en la que trabajé desde los 14 años. Me afilié al Partido Socialista a principios de los setenta, cuando la lucha por la democracia resultaba imperiosa. Y, naturalmente, hijo de una familia numerosa y humilde, perdedores de la guerra y educados clandestinamente en valores de justicia y libertad, me hice de izquierdas.Siempre lo fui, incluso ahora, con ese manto de realismo que inexorablemente nos da la vida y con la experiencia de la responsabilidad que he tenido la fortuna de ejercer. Incluso ahora y con todo ello, me sigo sintiendo movido por los mismos valores ante la injusticia, cualquiera que sea la forma en que se presente, ya sea en las vallas de Melilla o en las condiciones laborales de los jóvenes. Pero el mundo se ha hecho muy complejo. Las alternativas tienen demasiadas contradicciones. Los problemas reclaman políticas integradas e internacionales. Las fuerzas que impulsaron el progreso de la humanidad se han desequilibrado. No hay recetas, no hay banderas. Nada es fácil ni depende sólo de nosotros. A la izquierda le han cambiado el tapete del juego y hasta la baraja, y no sabe, no puede, jugar la partida de sus ideales.
Durante décadas fuimos protagonistas de la historia, motores del cambio social, desde las organizaciones obreras de finales del XIX hasta los partidos socialdemócratas de hoy, configurando el Estado social y de derecho, la democracia de los ciudadanos y construyendo un modelo social de redistribución y justicia. Pero la globalización, la caída del muro, los profundos cambios que se están produciendo en las sociedades del nuevo siglo, nos plantean nuevos problemas sin que la izquierda sea capaz de ofrecer nuevas banderas, nuevos objetivos colectivos a la mayoría -que sigue reclamando libertad y justicia- y, sobre todo, sin que seamos capaces de concretar nuevas soluciones o de aplicarlas coordinadamente allí donde gobernamos.
Es un diagnóstico injusto para con los esfuerzos de adaptación y modernización del modelo socialdemócrata que están haciendo los socialistas nórdicos o con las novedades que se intuyen en el socialismo ciudadano que propugna Zapatero, pero es intencionadamente provocador de algunas reflexiones ineludibles. Por ejemplo, las que surgen de nuestra absoluta ausencia en las protestas de la juventud actual, ya sea en los guetos urbanos de París, en las manifestaciones estudiantiles o en el altermundialismo. Las que se derivan del hecho incontestable de que la causa de la solidaridad en el mundo no milita en nuestros partidos, sino en miles de ONG y movimientos sociales o religiosos que practican el socialismo sin carnet. Lo que resulta incomprensible para mí es que sean dos líderes del pop (Bono y Geldof) los que organicen las grandes movilizaciones contra la pobreza en las grandes ciudades del mundo, como ocurrió días antes de la reunión del G-8 en Escocia. Lo que resulta evidente son las profundas contradicciones entre las políticas socialistas de los países europeos y la inexistencia de un discurso y de un proyecto común de la izquierda en la catarsis europea de estos días. Lo que resulta inexplicable es la desaparición de la Internacional Socialista del terreno de juego político global, ahora que todo, desde la renovación de Naciones Unidas hasta la ecología, pasando por el desarrollo del mundo pobre, reclama una organización política internacional de la izquierda.
Esta crisis merece un tratado, pero permítanme que la centre en dos aspectos cruciales: el debate socioeconómico y el problema de las identidades. En el campo social y laboral es donde fuimos más fuertes, pero la debilidad del movimiento sindical y los límites de los poderes del Estado en la globalización están siendo acompañados de una revaluación creciente del poder de las empresas. El equilibrio de ese trípode sobre el que se construyó la sociedad del bienestar se está rompiendo día a día y las bases económicas de ese modelo social sobreviven con dificultad a las exigencias de la competencia globalizada.
Urge en mi opinión reconstruir los instrumentos y los agentes de nuestra acción y renovar la agenda de nuestros objetivos. La nueva sociedad ni es de clases ni tiene vanguardias. Es de ciudadanos, individuales y globalizados, de Internet, de ONG y consumidores, de medios de comunicación poderosos pero diversos, de pluralidades identitarias. La izquierda no puede olvidar que su proyecto transformador ha de cimentarse en su conexión con la sociedad y en la comprensión de sus múltiples aspiraciones. Como, significativamente, dice Eugenio del Río -un antiguo líder de la extrema izquierda española-, la sociedad es el punto de partida y el objetivo de la acción de la izquierda. Ello reclama una revisión profunda de los mecanismos de relación con una ciudadanía integrada por personas individuales, cargadas de poder en su consumo, en sus inversiones, en su voto, personas que queremos, formadas, maduras, con criterio y autonomía de decisión, y capaces de discernir y decidir con su propio código moral y sus intereses (como lo hicieron, por ejemplo, contra la guerra de Irak o enjuiciando el 11 y el 14 de marzo de 2004).
La izquierda tiene que salir del terreno defensivo en el que se mueven algunas de sus viejas reivindicaciones e introducir nuevas referencias de democracia social: la ciudadanía corporativa en la gestión del capital (¿quién representa los intereses económicos de 14 millones de españoles en las empresas cotizadas?), la expansión de la responsabilidad social de las empresas y de sus comportamientos sostenibles, reformular el campo de intervención del Estado en el mercado y especialmente en los servicios esenciales para la comunidad, la participación de los empleados en los beneficios y en la propiedad de las empresas, la conciliación de la vida personal y familiar con el trabajo, y un largo etcétera del que hablamos poco y por el que hacemos menos.
Respecto al debate identitario y nacionalista, la izquierda nunca se ha sentido cómoda frente a esas ideologías. Estos días estamos asistiendo a reiteradas muestras de incomprensión del tema territorial, desde posiciones diversas del socialismo español. Muchos se quejan de que las tensiones nacionalistas absorben y diluyen el debate social. No les falta razón, pero me pregunto hasta qué punto la intensidad de esas tensiones no es consecuencia precisamente de nuestra crisis. Es verdad que las tendencias uniformizadoras de la globalización provocan actitudes antiplurales, rechazos al diferente, exacerbación de lo propio y regresos ilimitados a los ancestros y a la singularidad. Pero ese "desgarramiento"-como lo llama Alain Touraine- entre el universalismo arrogante y los particularismos agresivos es un problema de nuestro tiempo, también y en parte porque no tenemos la fuerza aglutinadora del progreso que tuvimos el siglo pasado.
La izquierda internacionalista casi siempre ha despreciado a los nacionalismos desde una cierta superioridad moral. Movida por "su estrella polar" que es la igualdad -como decía Norberto Bobbio-, ha sido deudora del Estado y ha marginado de sus propuestas los "sentimientos" identitarios. A su vez, las izquierdas nacionalistas han sido absorbidas y deglutidas por el nacionalismo, como es evidente, por ejemplo, con la llamada izquierda abertzale en Euskadi o, con otros matices, en la Esquerra Republicana catalana.
Y, sin embargo, basta una mirada a nuestro alrededor para comprobar que la mayoría de los conflictos políticos en el mundo siguen girando en torno a la organización política de la diversidad de sentimientos de pertenencia y a la convivencia política entre diferentes, respetando los derechos de las minorías. A la izquierda le corresponde, pues y también, encontrar respuestas viables a la multiculturalidad dentro de nuestras ciudades y a la polietnicidad dentro de nuestros Estados. Es decir, afrontar la integración de la inmigración desde el pluralismo democrático y resolver con inteligencia la convivencia de comunidades identitarias diversas, lo que en nuestro caso significa hacer una España común en la que quepan también sus nacionalismos periféricos. Los acontecimientos de estos últimos meses, fuera y dentro de España, aconsejan al conjunto de la izquierda renovar nuestras propuestas para estos dos grandes temas de nuestra agenda, entre otras cosas, porque ya estamos viendo la enorme carga de demagogia y de populismo que la derecha está aplicando a los barrios marginales de París o al Estatuto catalán.
La campaña contra Rodríguez Zapatero
SANTIAGO CARRILLO
EL PAÍS - Opinión - 29-12-2005
La opinión pública contempla, entre alarmada y confusa, la grave crispación que parece instalada en la vida política parlamentaria española que va in crescendo desde que el Partido Popular fue desalojado del Gobierno. Esa crispación se manifiesta en la forma de una brutal campaña personal contra el presidente Rodríguez Zapatero, que a los viejos nos recuerda las campañas que en otra época hizo la derecha nacionalista española contra Manuel Azaña, en el momento en que éste personalizó el sueño de una España más moderna, desembarazada de los miasmas del ancien régime feudal, de los que según las muestras aún no nos hemos desembarazado totalmente. Mariano Rajoy y los más fieles discípulos de Aznar enjaretan día tras día nuevos y cada vez más despectivos adjetivos calificativos contra el hombre que hoy representa a los españoles ante el mundo. Se utiliza un lenguaje propio de señoritos de casino de pueblo para minar su autoridad y su prestigio. Rodríguez Zapatero es la pieza a abatir, no importa con qué medios y a qué precio. Y esta campaña impropia de un país desarrollado y democrático va acompañada de guiños dirigidos a ciertos sectores del PSOE. Quienes hace unos años se ensañaban con Felipe González gritándole "váyase, señor González", ahora claman con sorna "¡que vuelva González!", como si el problema fuera personalmente Rodríguez Zapatero y no el PSOE, no el que la izquierda les haya enviado a la oposición.
Algunos medios de comunicación hacen el juego a quienes impulsan esta campaña presentando por igual como causante de la crispación a unos y otros, a populares y socialistas. Quien no se deje cegar por esta falacia, quien escuche a unos y a otros por encima del ruido que arman ciertos comentaristas, se dará cuenta de la moderación que impregna las palabras con las que Rodríguez Zapatero contesta a los insultos de la derecha. Una de las más fuertes ha sido llamar maleducado al señorito Mariano Rajoy.
Esta moderación es propia de un político seguro de sí y de la honestidad con que procede. De quien por principio se niega a enlodar las aguas y a convertir las justas políticas en riñas de gamberros. De quien se empeña en mantener el decoro y la dignidad de las instituciones democráticas. Alguien con peor genio habría dado ya respuestas más cortantes e incisivas. Hay que reconocer al presidente una paciencia y un dominio de los nervios encomiables, aunque a veces parezcan excesivos.
Y toda esta campaña anti-Zapatero ¿por qué? ¿Acaso nos hallamos ante un peligroso extremista que trate de subvertir el sistema de propiedad privada, que haya cerrado las iglesias, que entregue trozos de la patria a potencias extranjeras, que juegue irresponsablemente con la vida de los jóvenes españoles en guerras insensatas? Lo único que ha hecho es retirar a España de la aventura iraquí, incurriendo en las iras del presidente Bush y su corte de neoconservadores, que a este paso pueden terminar también derrotados electoralmente por los ciudadanos norteamericanos. Junto a esto ha extendido los derechos civiles a zonas de la ciudadanía privadas de ellos; ha hecho una política resueltamente favorable a la igualdad de derechos de la mujer; ha adoptado medidas sociales para ayudar a los discapacitados, para mejorar pensiones todavía modestas. Pero todo esto le está siendo imputado como un crimen por los neoconservadores españoles, para los cuales cualquier paso adelante en el desarrollo de la democracia es considerado como un ataque a sus derechos de propietarios de una finca llamada España. Porque ellos hablan de patria, cuando están pensando en finca, en un país que consideran su patrimonio desde tiempos inmemorables.
Mas la reforma que ha colmado su exasperación es el proyecto de ampliación y consolidación de la estructura autonómica en España. Y todo ello porque la España autonómica es difícilmente compatible con las estructuras monolíticas y verticales del PP. La España-Finca se administra más tranquilamente desde un Estado centralista. Las derechas autonomistas tienen más tendencia a actuar democráticamente que la derecha nacionalista española. El Estado centralista es una tradición que hemos vivido amargamente en los siglos XIX y XX. En realidad, las reformas de Rodríguez Zapatero tendían a dar a España una vertebración más sólida y racional, basada en el pacto y el consenso, en lugar de la imposición y la fuerza. Ellas iban en el sentido de terminar con aquello de "España como problema" asegurando la solidez del Estado español.
Y su proyecto encajaba en el espíritu de la Constitución de 1978, si se lee entera y no sólo se tiene en cuenta una frase. La Constitución reconoce la existencia de nacionalidades y regiones. ¿Y qué es una nacionalidad sino una nación integrada en un Estado plurinacional, constituyendo dentro de éste un hecho diferencial? En tal situación se encuentran Cataluña, Euskadi y Galicia, aunque en esta última no esté tan desarrollado -por el momento- el sentimiento nacional.
Quizá alguien se extrañe de que me refiera en pasado a estos proyectos, cuando están -concretamente, el catalán- sobre la mesa parlamentaria y no sólo sobre la mesa, pues el Proyecto del Parlamento catalán ha sido ya tomado en consideración por las Cortes y debería ser el objeto del debate. Pero en días pasados la prensa ha presentado unas propuestas del Gobierno como un contraproyecto de Estatuto, lo que resulta por lo menos sorprendente. Se comprende que el Gobierno, tratándose de un tema de Estado tan importante, tome la iniciativa de buscar el más amplio consenso posible. Pero ¡un contraproyecto!, parece excesivo, sobre todo porque sienta como una bofetada a los catalanes y a la vez no va a lograrse el consenso que el Partido Popular no está dispuesto a dar. Y, sobre todo, porque el contraproyecto crea la impresión de que Rodríguez Zapatero ha quedado solo y ha tenido que renunciar a las posiciones que defendió en el Parlamento hace pocas semanas en el debate de toma en consideración. Es en medio de ese contexto donde la campaña contra Rodríguez Zapatero es extraordinariamente peligrosa para la izquierda.
Porque pone de manifiesto algo muy serio: los cuatro del Partido Popular que la llevan a cabo esperan encontrar eco favorable en parte de los barones del PSOE. Y esperan que en estas condiciones el presidente pueda verse obligado a arrojar la toalla. Rajoy y Cía saben muy bien que en definitiva el derrotado no sería solamente Rodríguez Zapatero, sino el PSOE y toda la izquierda española, así como las fuerzas progresistas de las diversas autonomías.
Parece que algunos barones han olvidado por qué, por primera vez en la historia, un Partido Socialista encabeza el Gobierno catalán. Un pequeño esfuerzo de memoria -o una consulta en las hemerotecas- les haría saber que tanto en la anterior monarquía como en la II República, el Partido Socialista era prácticamente inexistente en Cataluña. Esquerra Republicana controlaba la izquierda catalana y en el campo obrero dominaba la CNT. El primer partido catalán de tendencia socialista con peso político allí fue el PSUC, creado ya iniciada la Guerra Civil por la fusión del PSOE y el PCE con dos partidos catalanistas y fue consecuencia de haber integrado el catalanismo entre sus objetivos. En la etapa actual, el PS catalán resurgió ya como un partido que asumió claramente el catalanismo y eso es lo que le da la fuerza con la que ha logrado dirigir el Gobierno. Si no fuera catalanista, si no tuviera una clara personalidad nacional, el Partido Socialista dejaría de ser una fuerza relevante.
En definitiva, la fuerza del PSOE en España también depende de la del PSC en su territorio. Si fracasan Maragall y Rodríguez Zapatero lo va a pagar el PSOE en Madrid. Por eso me resisto a imaginar que haya barones tentados a apostar por la derrota de Rodríguez Zapatero y sus reformas, ya que esto resultaría una forma de suicidio político injustificable.
Es peligroso tirar demasiado de la cuerda. Por un lado, a estas alturas no es prudente remitirse sólo al sentido de responsabilidad de los partidos catalanes para sacar adelante el necesario pacto. También ellos tienen un electorado ante el que responder y límites que no pueden sobrepasar. Por otro lado, un fracaso de la negociación va a dar el éxito exclusivamente al PP, y a fomentar peligrosamente el separatismo y el independentismo no sólo en Cataluña, sino también en Euskadi y Galicia. La preciosa "unidad de la patria" resultaría mucho más quebrantada. Y quienes desde el PSOE facilitaran este resultado quedarían descalificados como hombres de izquierda. Se impone hacer un esfuerzo aquí y ahora de apoyo a Rodríguez Zapatero, para que éste no se encuentre aislado y no arroje la toalla, viéndose forzado a ceder ante la derecha.
No sólo Rodríguez Zapatero, sino el PSOE y todas las fuerzas progresistas de los territorios españoles se la juegan en este viaje.