LA CONDENA DE FILESA puede servir para hacer olvidar a la ciudadanía que
aquí había un problema generalizado
Legalidad y democracia
PABLO SALVADOR CODERCH
La idea de derecho --de respeto a la ley-- es más antigua que la de
democracia. También es más importante, pues no hay democracia posible
sin respeto de la legalidad. Pero demasiado a menudo la clase política
española ha olvidado esta vieja verdad y ha llegado a creer que ganar
unas elecciones democráticas justifica burlar la ley y hasta mofarse de
ella. Así --empieza contando la sentencia de la Sala Segunda del Supremo
de 28 de octubre de 1997, para entendernos: la sentencia de Filesa-- a
mediados de 1987 el Parlamento español aprobó la ley orgánica 3/1987,
cuyo objeto era limitar y controlar la financiación de los partidos
políticos; pero simultánea y paralelamente se inició lo que poco después
iba a ser un conglomerado de sociedades cuyo fin primordial era la
creación de fondos económicos necesarios para hacer frente a los gastos
originados al PSOE por las campañas electorales que habrían de llegar.
Como reza el dicho, se hacían a un tiempo la ley y su trampa.
A enredar el tinglado han contribuido los partidos políticos del país.
Pero ahora pagan y van a dar con sus huesos en la cárcel únicamente
algunos políticos del PSOE, gentes cuyo mayor pecado quizás ha
consistido en haber participado en esta farsa de manera improvisada,
poco profesional aparte de haber creído, acaso de buena fe, que la
democracia es posible sin respetar las leyes por aquello de que el fin
justifica los medios.
Curiosamente y desde un punto de vista estrictamente legal, la sentencia
de la Sala Segunda es un error más bien probable: en busca de una
condena ejemplar, fuerza la interpretación posible de los distintos
textos legales que aplica y, al final, uno se queda con la impresión de
que, de nuevo, se estira y retuerce la legalidad en nombre de la
democracia.
En efecto, nadie niega que la trama urdida por los responsables de
Filesa tuviera por objeto conseguir dinero para el partido, pero esto,
que está mal, no era delito cuando sucedieron los hechos. Tampoco se les
podía condenar fácilmente por delito fiscal, pues la mayor parte de los
interesados se las ingeniaron para regularizar su situación con Hacienda
antes de ser perseguidos. A la postre, para aplacar un clamor popular
innegable, ha habido que forzar mucho las cosas.
Para poner sólo un ejemplo de lo que trato de decir, seis de los ocho
condenados en el caso Filesa lo son por haber cometido, entre otros, un
delito de falsedad en documento mercantil: facturación servicios
improbables o inexistentes a conocidas empresas de este país, que
pagaron obedientes cientos de millones de pesetas a las sociedades de la
trama. Sucede sin embargo que, como documentos, las facturas eran
perfectamente reales: unos facturaron a otros, éstos pagaron y aquéllos
cobraron. Y tanto que lo hicieron! Los pagos eran reales, pero su causa
era en el mejor de los casos una donación a un partido político y no una
prestación de servicios de consultoría. Así, no se falsificaron las
facturas, sino que se fingieron las causas del pago: los documentos eran
reales como la vida misma, pero no lo eran en cambio los hechos a los
que esos documentos se referían. Estos comportamientos, en el caso,
estaban mal, pero el problema legal es que no son delito en el Código
Penal vigente (artículo 390, números 2 y 4 en relación con el artículo
392): en él, una autoridad o funcionario público ni deben falsificar
documentos ni deben faltar a la verdad en la narración de los hechos que
documentan; pero, en cambio, a un simple particular sólo lo primero le
está prohibido bajo amenazas penales: en principio, los particulares no
tenemos por qué ir por ahí explicando las razones de nuestro
comportamiento (artículo 1276 del Código Civil) quizás por aquello de
que la libertad no consiste sólo en hacer lo que uno desea hacer, sino,
además, en no tener que dar explicaciones de lo que uno hace.
Es todo lo anterior un tecnicismo?, una argucia de leguleyo?, una
distinción sutil como la piel de mis dientes? Desde luego, no es algo
intuitivo y la sentencia se aprovecha de ello para negar su relevancia
cuando dice "los documentos", aunque no hayan sido falsificados, "no
responden en ningún caso a lo que su contenido manifiesta" y pueden
"inducir a error al común de las gentes" (fundamento de derecho 26.º).
Pero si nos paramos a pensar un minuto, los comunes mortales también
podemos llegar a distinguir entre falsificar billetes de banco y
entregar billetes buenos en pago de servicios inexistentes: lo primero
es normalmente más grave que lo segundo y, por eso, la ley penal
distingue entre falsificar documentos y explicar un cuento chino, algo
que nuestros magistrados de la Sala Segunda han declinado hacer. Sus
razones tendrán: asqueados por la hipocresía de quienes reducen el
derecho a retórica, a gestos y símbolos vacíos de contenido, han
rebuscado en el texto de la ley penal una solución condenatoria para
salvar a la democracia amenazada por quienes legislan en vano. El
problema es que otra vez aupamos a la democracia a costa de la ley y
esto, insisto, es un pésimo arreglo: lo es para la vida democrática de
este país porque la condena penal puede servir para hacer olvidar a la
ciudadanía que aquí había un problema generalizado que afecta a toda la
clase política. Pero también lo es para nuestra vida civil y mercantil:
hasta ahora yo enseñaba que, en las relaciones de la vida, la gente no
tiene por qué dar explicaciones de su actuar o que, si las da y son
puramente aparentes, ello no es por sí mismo ilícito. Es inquietante una
sentencia que califica de falsario potencial a todo aquel que compra o
vende, presta o regala, y da otra explicación documental a su actuar
porque no quiere que los demás se enteren de lo que ha hecho.
PABLO SALVADOR CODERCH, catedrático de la UPF
Copyright La Vanguardia 1997