El último "festín punitivo"
FERMÍN MORALES PRATS
La judicialización de la vida política, social y económica de nuestro país
constituye una tendencia que ha sido puesta en evidencia y ponderada en
múltiples foros. Preciso es aclarar que la referida judicialización se
proyecta sobre la justicia penal, con los consiguientes efectos de
magnetismo fascinador, en el seno social y en los medios de comunicación,
que produce la resolución de conflictos en clave punitiva.
A esta tendencia judicializadora han contribuido múltiples factores que no
es posible abordar en esta tribuna en toda su complejidad. Uno de estos
factores ha sido la puesta en circulación, en el mercado de los argumentos
políticos, de la teoría según la cual no deben existir responsabilidades
políticas ante gestiones o hechos de los políticos de posible ilicitud hasta
que los tribunales no se hayan pronunciado sobre la responsabilidad penal de
los mismos. Se trata de una apuesta que, en primer lugar, parte de un
presupuesto falseado, por cuanto es fácil demostrar que fuera del derecho
penal existen tanto responsabilidades estrictamente políticas como otro tipo
de responsabilidades jurídicas (de tipo tributario, civil, administrativo,
etcétera). Pero, además, se trata de una teoría tremendamente peligrosa y
perversa para la vida social, amén de tanática para la propia clase política
y los partidos políticos. Y ello es así porque se traslada toda la tensión y
las pretensiones resolutorias de los conflictos a la justicia penal en
espera de la sentencia que venga a condenar o absolver.
En este contexto poco a poco se va generando en el seno social una
incontenible ansiedad punitiva, dado que el derecho penal se convierte de
forma diabólica en el primer y más importante instrumento jurídico de la
sociedad. Y el fenómeno se reproduce cual virus incontenible en otras
esferas como, por ejemplo, en el ámbito de relaciones y conflictos entre los
grandes grupos de comunicación españoles.
Uno de los efectos más palpables de este proceso es la aparición de un
simplificador y peligroso maniqueismo. Políticos, periodistas, jueces,
fiscales y los ciudadanos en general son etiquetados de "verdugos" o
"socorristas", pues tales son las tarjetas de invitación "al festín
punitivo" en que nos hallamos sumergidos. Obviamente, los calificativos,
incluso a veces sobre una misma persona, son intercambiables en función de
quién opina, del asunto de que se trata, y de los intereses que se
defienden, pretensiones punitivas o de defensa garantista. Se trata de la
versión posmoderna de las "dos Españas".
La evolución de la causa Filesa y de la posterior sentencia del Tribunal
Supremo (TS) es un buen exponente de todo lo anterior. Dos ejemplos
concretos sirven para ilustrar esta afirmación:
. -- El auto de cierre de la investigación judicial, formulado por el
segundo magistrado instructor de la causa (Ilmo. Sr. D. Enrique Bacigalupo),
constituía a juicio de muchos y prestigiosos juristas objetivos la lectura
racional, ponderada y proporcionada de un problema de financiación irregular
de un partido político (el PSOE) a la vista de un Código Penal que desconoce
el delito de financiación ilícita de formaciones políticas. En esa decisión
judicial, luego en parte revocada por la sala del TS, se acogían entre otras
las tesis garantistas de los últimos tiempos del propio Tribunal Supremo en
materia de falsedades documentales y de facturas falsas y se daba
satisfacción a los anhelos en la materia de la más rigurosa doctrina
científica del país. Pero, los tiempos no están para "lindezas garantistas"
ni para la veneración del principio de legalidad. El prestigioso magistrado
antes citado fue asaeteado desde algunas tribunas públicas y tildado,
vergonzosamente, de "socorrista".
. -- El magistrado Ilmo. Sr. D. José Augusto de Vega, ponente a la sazón del
caso, ha sufrido sobre su persona todo tipo de epítetos e insinuaciones y ha
padecido la diáspora del maniqueísmo en versión esquizofrénica. Primero como
"socorrista" al no acoger designios acusadores del Partido Popular,
constituido en acusación particular en la causa Filesa, y después como
"verdugo inquisidor" en el tempus mediático postsentencia condenatoria.
El producto final que se produciría en tal contexto, esto es la sentencia,
no podía ser otro: una lectura jurídica del caso Filesa en clave
extremadamente punitiva. La decisión ha sido acogida por unos como primer
plato de un largo "festín puntivo" que se atisba en el horizonte, por otros
con consternación y dolor ante la cruda y desnuda dureza de las penas
impuestas, y por muchos juristas objetivos y templados ante la cuestión con
preocupación por la desproporción de las penas a la vista de los hechos
enjuiciados. Y debe recordarse que el principio de proporcionalidad de los
castigos es una garantía esencial del principio de legalidad en el Estado de
derecho. Pero ya se ha dicho que no soplan buenos vientos para tales
valores.
Buena muestra de ello es que la sentencia del caso Filesa ha alcanzado penas
probablemente mayores que la que hubiera provocado la aplicación de un
hipotético delito, hoy inexistente, de financiación ilegal de partidos
políticos. Para ello ha sido necesario retomar con todo vigor el delito de
asociación ilícita para delinquir (lo que produce cuando menos cierto rubor
jurídico) y resucitar la jurisprudencia más inquisidora en materia de
falsedades documentales. Parece, pues, que, en tesis condenatoria, era
posible una sentencia más atenta al principio de proporcionalidad.
FERMÍN MORALES PRATS, catedrático de Derecho Penal, UAB
Copyright La Vanguardia 1997