Mal derecho
JAVIER PÉREZ ROYO
"Hard cases make bad law". Los casos difíciles producen mal derecho.
Así reza un aforismo puesto en circulación hace ya bastante tiempo en
el mundo judicial de Estados Unidos. La sentencia de Filesa ha venido
a poner de manifiesto la validez del mismo más allá del sistema de
administración de justicia que le dio vida.
Filesa era en sí un caso difícil. Se ha hecho deliberadamente todo lo
posible para convertirlo en más difícil todavía. La forma tan
accidentada en que se desarrolló la instrucción. El ejercicio abusivo
de la acción popular. La personación del PP. Las acusaciones de
prevaricación dirigidas a los magistrados por un error en la
colocación de unas comillas en un auto por relevantes personalidades
políticas y múltiples medios de comunicación en la fase inmediatamente
anterior a la apertura del juicio oral. La imputación de justicia
"genuflexa" ante los poderosos al Tribunal Supremo por la forma en que
accedió al edificio un determinado testigo... Todo lo que era
políticamente imaginable hacer para dificultar la decisión del
tribunal se ha hecho.
El resultado ha sido el que ha sido. Una sentencia que no es un
instrumento de pacificación, sino de todo lo contrario. Ha sido
recibida con una alegría desmesurada por los adversarios políticos de
quienes son condenados a penas privativas de libertad y como una
decisión absolutamente desproporcionada y, por tanto, injusta por
quienes han sido condenados. Casi me atrevería a decir que ha
satisfecho la sed de venganza de unos y que ha defraudado las
esperanzas de justicia de otros.
Obviamente a ningún tribunal se le puede pedir que dicte una sentencia
que no convenza a quienes da la razón y que convenza a quienes se la
quita. Pero sí se le puede y se le debe pedir que su argumentación
tenga el poder de convicción suficiente como para que quienes no han
sido partes en el proceso, es decir, el conjunto de los ciudadanos y
en particular los juristas, puedan entenderla y aceptarla, aunque no
la compartan por completo.
Esta exigencia vale para todos los tribunales de justicia, pero más
que para ninguno para los del orden penal. Cuando un tribunal condena
a un ciudadano a penas privativas de libertad, los magistrados que lo
integran no sólo tienen que tener subjetivamente la seguridad de que
la conducta que están enjuiciando es constitutiva del delito que se le
imputa y además merecedora de la pena en la cuantía que se le impone,
sino que tienen además que ser capaces de traducir esa convicción
subjetiva en una justificación objetiva que esté por encima de toda
sospecha, es decir, que sea susceptible de ser interiorizada por la
sociedad.
El derecho es un instrumento de pacificación. Su razón de ser es que
la sociedad a través de los tribunales de justicia ponga fin de manera
civilizada al enfrentamiento, restableciendo de esta manera la paz.
Para ello la decisión judicial tiene que ser capaz de soportar el test
de la razonabilidad y de la proporcionalidad. Tanta o más importancia
que el fallo en sí, tiene la manera en que el tribunal lo explica. Si
no consigue justificar de manera objetiva, razonable y proporcionada
la decisión que impone, la función pacificadora de la sentencia se ve
extraordinariamente reducida.
De esto es de lo que adolece la sentencia del caso Filesa, como
explicaba el martes pasado el catedrático de Derecho Penal de la
Universidad Autónoma de Barcelona en un artículo publicado en La
Vanguardia . Ni la argumentación, decía, es convincente, ni la pena
que impone, proporcionada. Me temo que es una opinión bastante
generalizada. Al menos, entre los juristas.
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