Hojas de otoño

Antoni Puigverd

 

Más o menos a la misma hora en que Josep M. Sala entraba en la prisión de Can Brians, yo estaba paseando por las afueras de Girona. El día antes, la lluvia había estado limpiando a fondo las calles, pero aquel día una luz declinante, de color albaricoque, caía sobre los edificios y los coches como un regalo. Los jardineros municipales tienen órdenes de barrer las hojas que caen estos días de los árboles, pero a pesar de su empeño, quedan bastantes de ellas sobre las aceras y dejan alfombras de distintos colores: de metal oxidado bajo los plátanos, de piel tostada bajo los castaños, de sangre coagulada bajo los ciruelos japoneses, de amarillo infantil bajo los ginkos. El otoño, finalmente. Incluso el aire tenía el punto de frescor amable que es imprescindible para que el sol sea algo más que una estufa omnipotente. Estuve contemplando las hojas, regocijándome en los colores y preguntándome, una vez más, por qué razón la belleza natural atrae especialmente en otoño, cuando en realidad está hablando de su muerte. Poco después, ya en mi casa, estuve viendo las noticias y me impresionó la imagen de Josep M. Sala despidiéndose, rodeado de sus amigos, hablando de sí mismo con una elegancia que me recordó la de estos árboles de otoño, cubiertos de óxido, avanzando, como Josep M. Sala, hacia la prisión del invierno.

Contemplando a este líder socialista caído tuve, de repente, la sensación de haber encontrado un eslabón perdido. Ahí estaba un hombre que supeditaba el miedo a la elegancia, el interés personal al interés colectivo, que se reafirmaba en su verdad bebiéndose con naturalidad el cáliz de la amargura, incluso apurando el cáliz al avanzar un par de días su entrada en prisión. La mirada de Sala tenía la belleza de las hojas caídas en otoño, era una mirada triste, pero no dramática; una mirada declinante, pero no vencida; no una mirada de fanfarrón, ni de invencible espartano, ni de tipo bizarro o bravucón, pero sí esforzada y solemne. A la vez frágil y determinada, una mirada digna. Sus palabras reforzaban este mismo mensaje. Procuraban aunar el respeto institucional con la verdad personal. Incluso el porte del personaje insistía en lo mismo: Sala sobresalía de la prisión de Can Brians por su delgadez y su altura. Toda su imagen en aquel contexto tenía algo del último Alonso Quijano, que, abandonando con cierta añoranza los sueños quijotescos e impregnado del realismo de Sancho, observa las cosas con una lucidez particular y melancólica.

Escribí no hace mucho, en esta misma página, un durísimo artículo contra la dirección del PSC a propósito, justamente, del patético final del caso Filesa. Puede que a algún lector el tono chillón con que armé aquel texto, que reproducía el esquema de la primera Catilinaria, le parezca contradictorio con el tono dulzón del presente artículo. Formalmente son opuestos. Pero arrastran el mismo mensaje de fondo. Uno acepta perfectamente que la política no es fácil, que está llena de vericuetos, curvas y complicaciones difíciles de explicar. Uno puede aceptar que donde se decía digo se diga Diego, no una, sino 100 veces. Se pueden entender los cambios imprevistos, los pactos contra natura, las limitaciones presupuestarias, las ambigüedades calculadas. Es inevitable tener que zamparse el sapo de ver a los políticos hartándose de sapos. Los sapos forman parte, no ya de la política, sino de la vida normal y corriente. La realidad tiene frutos agrios, sinsabores y miserias. Para hacer soportable la realidad, sin embargo, es imprescindible el azúcar de unos gestos, entre los cuales está, sobre todo en los partidos de izquierda, el culto a la honestidad personal.

No se espera que el político democrático sea un clérigo, pero sí que ejerza su cargo o su dedicación a la manera de un servicio social, no de un servicio personal. Es más que comprensible la ambición personal en política: es necesaria. Como lo es en la literatura o el deporte. Pero la ambición política está supeditada a unas reglas más estrictas. En el deporte y en la literatura fracasa el individuo. En la política fracasa un proyecto social. Al votante crítico o al observador externo no les es posible digerir los sapos de la política si se han guisado al fuego de un cerrado secretismo de grupo y con la pegajosa salsa de los intereses personales mezclándose con los de la ideología que en teoría se defiende. Los socialistas han mezclado durante muchos años los sapos inevitables con las salsas pegajosas, de manera que ahora es imprescindible que sean extraordinariamente delicados en sus gestos. Culmina el festín de los sapos que sus votantes y su entorno crítico tienen que llevarse inevitablemente a la boca. Para poder resistir el festín, son nevesarios unos postres en donde predomine la elegancia y la dignidad de las actitudes personales. La foto de Josep M. Sala entrando en la prisión con la naturalidad de una hoja de otoño, y con un porte de Quijote lúcido y melancólico no es, para nada, la foto de la indignidad. Tampoco es la versión admirable o sentimental de un político que tiene fama de duro y expeditivo. Es la expresión de lo que se espera de un político, que es lo mismo que se espera, en un naufragio, del capitán del barco. La mirada de Sala, el largo silencio de Carles Navarro y la adhesión afectiva y solidaria de los dirigentes del partido, una adhesión no histérica, respetuosa con la ley, no corporativa, son lo mejor que ha dado el PSC en los últimos tiempos.

 

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